La poesía de María Victoria Atencia está hecha de fervores y de claridades, dijo Manuel Alcántara cuando la presentó como pregonera de la Semana Santa de Málaga en 1985.
El contacto con Dios, oral (y sentimental), es una de las señales de la piedad de María Victoria, que cree en el Dios de la religión católica, tan fuertemente marcada por la herencia hebrea del Antiguo Testamento, pero que ella ha heredado fundamentalmente a través del Nuevo.
De los primeros libros de la Biblia hay alusiones y citas repartidas por toda su obra. Del Nuevo Testamento son frecuentes las incorporaciones de ángeles anunciantes, personajes como Marta y María, San Esteban, etc.
María Victoria se educó en colegios católicos malagueños , en una época propicia para tal formación, y su fervor natural se acrecentó durante la preparación para la Primera Comunión, de la cual guardó entrañables recuerdos, más tarde elevados a categoría poética.
La renuncia a Satanás tiene que ver con la aceptación de Dios, un Dios con el que la poeta va creando vínculos esenciales que la convierten en una mujer religiosa.
En Marta y María, tras los momentos, días y años, de noche oscura del alma, avanza la poeta aunando lo material y lo espiritual encarnados en las personalidades divergentes de las dos hermanas de Lázaro: la acción y la contemplación, opciones que sacuden la intimidad de María Victoria y la obligan a plantearse qué será mejor. La poeta se ha sentido involucrada por un Dios agente que le ha advertido: no solo de palabra vive el hombre, sino de pan amasado por unas manos imprescindibles, las suyas. Pan –que significa, desde luego, todas las labores domésticas- para quien está muy cerca de ella y lo necesita.
María Victoria entra en el fondo de ella misma, donde está lo más íntimo de su yo. Después de muchas horas de entrega a los quehaceres cotidianos , necesita contemplar a quien denomina “amor mío”, y quedar llena de su gracia: “que tu mirada colme mi pecho de ternura / y enajenada toda no encuentre otro motivo / de muerte que tu ausencia” .
Amado, amada, términos tan presentes en la lírica de San Juan de la Cruz, no tienen cabida como tales en la obra de María Victoria. Solo aparece una vez “Amado” (con mayúscula) en “Santa Isabel la Real”, de Compás binario, (“y el nombre del Amado y un corazón sangrante”) y otra vez con minúscula en “El libro”, de De pérdidas y adioses: "mi amado por instinto y conforme a una naturaleza”.
La apelación “Señor”, tiene cabida por derecho propio en la obra de M.V. Es expresión común en diversas religiones, directamente tomada del Antiguo Testamento para designar al Creador, y se asume posteriormente para Jesús. La exclamación de Tomás, el Dídimo, cuando admite la divinidad de su Maestro, cuya resurrección había cuestionado, no deja lugar a dudas: “Señor mío y Dios mío” .
La familiaridad de la poeta con el Dios en el cual cree la invita a conversar con él, a elevar su oración. Y, en este sentido, la más clara es la titulada “El Monte”, que invita a recordar que Moisés, los profetas, y posteriormente el mismo Jesús, solían separarse a algún lugar elevado para entrar más fácilmente en comunicación con Dios . Jesús lo hace en el Monte Tabor, donde lleva a cabo la Transfiguración delante de Pedro, Santiago y Juan, los más íntimos de sus elegidos. Como Pedro, que quería quedarse permanentemente en ese monte, plantando allí las tiendas que fuesen necesarias, M.V. se siente feliz en ese lugar donde Dios está al alcance de la mano.
Se trata de una oración en cuya primera parte M.V. no hace otra cosa que dar gracias a su Señor por la Creación, perfectamente reconocible en no pocos pasajes de tono genesíaco: para la poeta, el Monte, colegio o lugar elevado, ambas cosas desde luego, es/era el paraíso (“Nunca olió sitio alguno a tanta pura gloria”), un edén físico en el que Dios está presente (“Tú pasabas, vivía”), y donde actúa de forma directa (“dabas forma y color a las cosas, y nombre”), un lugar donde todo canta las maravillas del Creador.
La relación con ese Señor que la asumirá como morada, es muy íntima, y el poema “La entrada del Señor”, también de Arte y parte, hace suponer una auténtica toma de posesión que coincide seguramente con la ingesta de la Hostia consagrada.
En De pérdidas y adioses, libro de 2005, tan lejano en el tiempo de aquella obra primera, la poeta, que refirió en Trances de Nuestra Señora su singular concepción con palabras y hechos marianos, se extasía en la contemplación de Pisa y sus obras de arte, y sufre o goza un instante de arrobamiento nada laico. María Victoria, que había llegado a Dios a través de la Naturaleza.
Poco más adelante, quien ha conseguido la unión con Dios -y volvemos a encontrar a Santa Teresa hecha un todo con su Amado en el origen del poema- la propia M.V. se plantea si puede considerarse "posesa" o poseída por la Tercera Persona de la Santísima Trinidad.
Puedo aún proseguir, posesa del Espíritu
(si eso puede decirse), girar y alzarme más alta aún
hasta que me derribe la luz a bocanadas; hasta
el límite en que pueda soportar la belleza;
hasta donde el silencio
no me llene la boca de alfileres .
Pero reconocemos una vez más, en el texto de María Victoria, al Juan Ramón de Dios deseado y deseante, que considera a Dios como la suprema Belleza.
El poeta de Moguer, durante su viaje norte-sur por el Atlántico, se había replanteado su concepto de Dios adquirido en los pupitres del colegio jesuita de San Luis Gonzaga de El Puerto de Santa María, para redefinirlo con términos inequívocamente basados en el Credo:
No eres mi redentor, ni eres mi ejemplo,
ni mi padre, ni mi hijo, ni mi hermano;
eres igual y uno, eres distinto y todo;
eres dios de lo hermoso conseguido,
conciencia mía de lo hermoso .
En los últimos libros de su producción poética, María Victoria relacionará las aves -palomas, ruiseñores, pájaros- el vuelo en general, con la subida a su monte Carmelo particular, su ascenso a una nueva morada donde se producirá la ansiada unión. "Los pájaros", de El umbral, de 2011, terminará así:
Podría proponerles mi condición efímera a cambio de la suya,
como si muchos años de luz tomasen cuerpo y yo estuviera
siendo su vuelo y tiempo y sitio, hasta que me alcanzase
el necesario toque de la gracia .
Quien vive en gracia de Dios es quien se ha relacionado con Él, y si en algún momento ha suspendido esa relación por cualquier causa, la ha vuelto a recuperar. En el poema "Tiempo de silencio" M.V. lo confirma:
en ocasiones iba
conmigo el dios que un día abandonara a Antonio
y que algunas palabras suyas me iluminaban .
La poeta ha disfrutado de la iluminación con que Dios premia a sus elegidos, ese estado que hacía dichosa y temerosa a la vez a la santa de Ávila, con quien M.V. tiene no pocos puntos en común, pues como ella va trascendiendo cada momento cotidiano para convertirlo en un acto de relación con Dios, el Dios tan deseado como deseante. Descubrirlo en su obra es asistir a aquellas confidencias de las que hablaba Manuel Alcántara, es descifrar un lenguaje que no todos están dispuestos a interpretar en nuestro siglo. María Victoria es algo más que una poeta creyente. Cuando la examinen de amor conseguirá la nota más alta.