En la cultura política del Antiguo Régimen no siempre resultó fácil establecer la frontera entre aquellas contribuciones que precisaban del consentimiento de los súbditos para cursar con las debidas garantías y las que no.
Circunstancias de orden político, administrativo, e incluso jurídico podían introducir ciertas nebulosas que obviamente eran aprovechadas por los príncipes para consolidar situaciones adquiridas o simplemente ganarlas. En la Inglaterra de Isabel I, donde la teoría y la práctica del consentimiento tenían acaso sus raíces más profundas, el monarca logró, por ejemplo, que el estado de necesidad a través del cual circulaba luego la demanda de contribuciones al Parlamento, no sólo se declarase en circunstancias de guerra abierta sino con carácter meramente preventivo. En Castilla, sin ir más lejos, fue materia de controversia en la década de 1630 si determinadas figuras fiscales (el papel sellado, los impuestos sobre la sal) eran o no regalías, o dónde sí o dónde no, y, por consiguiente, si el preceptivo consentimiento de los súbditos -y sus representantes- para ponerlas en marcha o no era en rigor exigible.
Sobre este escenario mi contribución pasará revista a la situación de Castilla en las décadas centrales del siglo XVII, cuando más aguda precisamente fue la demanda de nuevos recursos por parte del príncipe. De forma complementaria se pasará revista también a los debates y reacciones que a tales efectos se produjeron tanto en las Cortes como en las calles.