Si comprendemos al aprendizaje como un efecto que surge de la articulación de esquemas, dando lugar a un nuevo saber (en contraste con lo que sería una estructura), podremos aseverar que se trata de un proceso y una función que implica la participación activa por parte del aprendiente. De este modo, el proceso de aprendizaje de cada sujeto, tendrá su impronta particular y única, determinado, entre otros factores, por sus características personales, su historia, sus propios intereses, recursos previos y tiempos de construcción.
Cuando analizamos este proceso en el contexto de una institución educativa, surge la necesidad de desarrollar una concepción sólida pero flexible de la formación de los educadores que acompañarán a los niños y niñas en su camino.
A la luz de estos conceptos, ¿podemos aseverar que cualquier escuela, por el sólo hecho de anunciarse como institución educativa, alcanza la función educativa?¿Cómo nos interpela esta concepción en nuestra propia labor de educadores?
Sabemos que cuando los alumnos no presentan dificultades, resulta habitual que se adapten al estilo educativo impartido, pero cuando surgen contratiempos en el proceso de alguno de ellos, es cuando se pone en juego la aseveración de la función educativa de la institución. Es allí donde nos vemos interpelados en nuestra propia capacidad de aprendizaje, creatividad y flexibilidad para acompañar y garantizar el aprendizaje de todos nuestros alumnos.
La tarea docente implica la particularidad de estar determinada por el entrecruzamiento de los procesos de aprendizaje/enseñanza de modo multidireccional. No sólo se trata de ofrecer las condiciones necesarias para que todos nuestros alumnos aprendan, sino de que los educadores estemos dispuestos a convivir, con creatividad, con nuestro propio no-saber, para lograr construir nuevos aprendizajes y recursos en el intercambio con cada alumno.