Empiezo afirmando plenamente convencido de ello
que sin la lectura no puede surgir en nuestra mente el gozoso
descubrimiento de todas sus posibilidades de emoción, imaginación,
conocimiento y sentimientos. Y desde el principio quiero dejar claro que
yo ofrezco una gran ventaja respecto a otros conferenciantes, y es que
cuando me preguntan algo que ignoro sé pronunciar las cuatro palabras
que otros jamás pronunciarían: ESO NO LO SÉ. ¿Parecen fáciles, no? Pues
a algunos les resultan dificilísimas. Y empiezo. *** Muchos tuvimos
mucha suerte, y fuimos iniciados en ese descubrimiento cuando éramos
niños y nos contaban cuentos. Y multitud de lectores de todas las edades
hemos disfrutado muchísimo leyendo La isla del tesoro y El extraño caso
del Doctor Jekyll y Mister Hyde, novelas por las que debemos eterno
agradecimiento a Alison Cunningham. Y que nadie piense: -¡Vaya
equivocación más grande, si son de Robert Louis Stevenson! Pero de eso
nada. En realidad se las debemos en gran parte a la niñera del pequeño y
enfermizo Robert, la cual le contaba cuentos y recitaba himnos y poemas
en las frías y lluviosas noches escocesas. Ella leía, contaba y
declamaba con tanta entonación y tanto sentido dramático que aquel
fascinado niño se aficionó muchísimo a ese gran placer de que nos
cuenten historias, y ello le animó cuando ya era adulto a lanzarse a
inventar otras con su vibrante y poderosa manera de escribir. Y lo más
curioso es que al pequeño Robert le gustaba tanto escucharla que retrasó
el momento de aprender a leer, para prolongar el placer y la admiración
que le causaba el comprobar cómo una simple voz humana podía crear
tantos ambientes y dar tanta vida a lo narrado. *** Pero no solamente
les han contado historias a los niños, sino también a muchos adultos.
Esto se ha hecho, por ejemplo, para acompañar con lecturas piadosas el
tiempo de la comida en conventos y monasterios. Y para entretener y
culturizar a los obreros durante trabajos repetitivos, como en Cuba a
mediados del siglo XIX, cuando la gran mayoría de los cigarreros eran
analfabetos. Y más adelante los que emigraron a Florida continuaron con
esa costumbre, hasta el punto de que una de las más prestigiosas marcas
de puros o habanos se llamaba y se sigue llamando Montecristo por lo
mucho que disfrutaron al escuchar durante numerosas jornadas laborales
la obra de Alejandro Dumas titulada El Conde de Montecristo. Y muchas
veces alguien les leía a otros simplemente porque durante largos siglos
y en dilatadas regiones eran muy pocos los que sabían leer, y rarísima
la casa en que había libros. *** Hay un caso concreto que me gusta
mucho, pues lo protagonizó hace unos tres siglos uno de los mejores
animadores a la lectura de que tengo noticia. Vivía en una comarca rural
donde no había más que un libro, un ejemplar editado en 1720 de una
famosa obra del historiador romano de hace veinte siglos llamado Flavio
Josefo. Dicha obra se titulaba Historia de la guerra de los judíos
contra los romanos y de la ruina de Jerusalén, y él fue testigo de
algunos de sus acontecimientos. El dueño de ese libro único en aquella
comarca iba de aldea en aldea y de finca en finca para leer unas páginas
con tanto apasionamiento que sus rústicos oyentes vibraban con aquellos
hechos sucedidos hacía dieciocho siglos como nosotros podemos escuchar
ciertas noticias importantes de última hora. Me encanta imaginarle
dándose largas caminatas por montes y llanuras para declamar aquellas
crónicas de una guerra tan ajena, remota y olvidada, y suspender
astutamente la lectura en cada casa en el mismo punto, para que ningún
vecino pudiera contar a otros la continuación. Así los mantenía en vilo
hasta su próxima visita, de manera que cuando se acercaba a cada casa
salían a recibirle preguntando ansiosamente: -¿Qué noticias nos traes?
-Malas, muy malas. Van a pasar cosas terribles. ¡El Emperador Tito ha
puesto cerco a Jerusalén! -A ver, a ver, cuenta, cuenta – le pedían,
frotándose las manos, como si se tratase de noticias de última hora. ***
Y también hay quien ha leído libros a otros, y sin parar, porque no ha
tenido más remedio, ya que existen personas tan amantes de la lectura
que son capaces de cualquier infamia, con tal de tener a alguien que les
lea, o al menos eso pasa en algunas novelas. Por ejemplo, el agudo
escritor británico Evelyn Waugh, autor de novelas importantes, como Un
puñado de polvo, Decadencia y caída y Retorno a Brideshead, presenta en
la primera a un viejo que ha vivido siempre en las profundidades de una
Página 1
selva americana, pues nació allí de padre inglés y madre nativa. Su
padre leía en voz alta obras de Dickens, y tan absorbido estaba en
disfrutarlas y en contagiar a su hijo su entusiasmo por ellas que ni
siquiera se molestó en enseñarle a leer, con lo cual el después huérfano
adolescente y luego adulto se desesperaba al ver que muchas de aquellas
páginas iban siendo devoradas por insectos y hongos en vez de por él
mismo. Y un día apareció en aquella zona de la selva un joven que se
había alejado del grupo de ingleses del que formaba parte y se perdió, y
nuestro desesperado viejo le acogió y le alimentó. Y a cambio le hizo
leer sin parar varias obras de su amado Dickens. El recién llegado lee y
lee y lee, dándose obligadamente unos atracones de Dickens tremendos,
mientras espera con una impaciencia creciente que vengan a salvarle. El
insaciable oyente está feliz y le elogia diciendo que lee
estupendamente. Y cuando se ha deleitado con David Copperfield, Historia
de dos ciudades, Grandes esperanzas y alguna más, el viejo oye un día
voces que se acercan. Rápidamente emborracha al lector, le droga y le
esconde, y a los que vienen a salvarle les dice que ha muerto, y se
marchan consternados. ***^ Y ahora cambiamos de tema. Hace unos cuantos
años los organizadores de la Feria del Libro de Málaga me dieron un
premio por mi labor en pro de los libros y la lectura, y en mi
discursito de agradecimiento hablé en plan de broma de la importantísima
literatura de la concisión que caracteriza a nuestra época. La componen
varios géneros literarios insuficientemente valorados por críticos y
editores, como son los minúsculos textitos que acompañan a los anuncios,
las banales frases de famosos y famosas, y la literatura de camioneros,
constituida por esas pocas palabras que caben en el único renglón
disponible encima del cristal de la cabina, lo cual otorga a esas obras
un mérito grandísimo. De esa literatura a cien por hora los textos que
más me han gustado y que tengo apuntados incluyen manifestaciones de
amor paternal tan entrañables y de tan rica sonoridad como “Por mi
Vanesa, mi Ainhoa y mi Iván”, hasta pensamientos tan consoladores como
“Más deben otros”. ¡La cantidad de plazos del cuantioso importe total de
su camión que le quedarían por pagar a ese pobre hombre! Pero un amigo
me contó que ha visto circular por una carretera andaluza una breve obra
maestra que en solo cuatro palabras entre signos de exclamación encierra
toda una novela de amor. “¡Ahí viene mi Pepe!”, proclama en letras
blancas sobre la carrocería oscura ese inspiradísimo renglón. Y ahí
tenemos la novela de ese sencillo matrimonio de provincias, camionero él
y hacendosa ama de casa ella, que cuando calcula que su marido está
pisando a tope el acelerador porque está a punto de llegar a casa sube a
la terracita y se pone a otear el horizonte. Y oteando, oteando y
oteando durante horas, alargando el cuello con el corazón galopando en
su pecho, ve al fin emerger sobre el perfil del cambio de rasante el
renglón deseado. -¡Ahí viene mi Pepe! – grita gozosa nuestra Penélope
andaluza, y baja corriendo las escaleras repitiendo ese texto hasta que
el camión llega y su marido baja y la coge en sus brazos. *** Y para
terminar preguntémonos: ¿De qué les sirvió leer o bien oír leer a esas
personas? A Robert Louis Stevenson el que le contasen y leyesen cuentos
de pequeño le sirvió para crear obras maestras que ahora disfrutamos
nosotros. A los confeccionadores de habanos y a los que oyeron contar la
destrucción de Jerusalén con mil ochocientos años de retraso les sirvió
para despertar sus mentes y sentir el placer de saborear una historia, y
ello en medios poco propicios, iluminando así sus vidas duras y
rutinarias. Al insaciable oyente de obras de Dickens le sirvió para
soportar mejor la soledad y la incomunicación con sus semejantes y para
vivir otras vidas muy distintas. Y a nuestra ingenua y anhelante
Penélope andaluza le bastaba ese único renglón para sentir las mayores
alegrías de su vida. *** He seleccionado solamente unos pocos ejemplos
interesantes y curiosos; pero a un número casi infinito de lectores de
todos los tiempos esta afición les ha servido para ampliar su horizonte
mental y vivir otras vidas, conocer otros países, otras costumbres,
otras maneras de pensar, y con ello hacerse más comprensivos y menos
racistas o intolerantes. Y a quienes tengáis menos costumbre de leer, o
consideréis que con leer los libros de texto tenéis de sobra, os
recomiendo muy afectuosamente que probéis, que pidáis a los profesores,
y también a los compañeros que sí lean, que os recomienden algunos
libros que les parezcan idóneos. Muchas personas han enriquecido gracias
a la lectura su vida interior y su vocabulario y su imaginación, han
Página 2
logrado que su conversación sea más interesante y variada, han aprendido
muchas cosas del mundo y de la vida sin el esfuerzo que requieren los
libros de texto y ensayo, se han divertido, emocionado e intrigado, y
han desarrollado su imaginación. ¿Hay quien dé más?