En la década de los 50 se produce un hecho insólito en el sector editorial
español: el palmarés de los principales premios literarios se llena de nombres de
mujer, que empuñan su pluma animadas por el éxito fortuito e inesperado de una
joven desconocida llamada Carmen Laforet.
En la España de posguerra, los premios se convierten en la vía –casi
exclusiva- de acceso al mundo literario, para numerosos escritores que, de otro
modo, hubieran tenido mucho más difícil la entrada al mercado editorial. En
cuanto a las escritoras, la plataforma de lanzamiento que suponen los premios
para ellas es incuestionable; la mayoría de las novelistas españolas más destacadas
de la segunda mitad del siglo XX han iniciado su andadura literaria de la mano de
algún galardón, tal es el caso de: Carmen Laforet, Ana María Matute, Carmen Kurtz,
Carmen Martín Gaite, Mercedes Salisachs, Soledad Puértolas o Almudena Grandes,
por citar solo algunos ejemplos.
Los premios literarios, en ese papel de promotores de la cultura y de la
literatura que tienen durante las dos primeras décadas del franquismo, se
configuran como la habitación propia del siglo XX necesaria para que pudiera
operarse la profesionalización de la mujer escritora, y adquieren una importancia
extraordinaria, sobre todo, durante los años 50, y rescatan parte del modesto
espacio conquistado por las mujeres durante el primer tercio del siglo XX (Concha
Méndez, Carmen Conde, Carmen de Burgos, Josefina de la Torre, María Zambrano,
Rosa Chacel, etcétera).
Al primer Premio Nadal (1944) se presentaron veintiséis novelas, de las
cuales resultó ganadora Nada de Carmen Laforet, que obtuvo un rotundo éxito de
crítica y de público. Este hecho, a priori irrelevante, marca un hito fundamental
dentro de la narrativa española de posguerra, en general, y de la literatura escrita
por mujeres, en particular. La rápida e inesperada fama que adquiere, la por aquel
entonces absolutamente desconocida, Carmen Laforet a raíz de obtener el Nadal
animó a muchas mujeres a presentarse a los numerosos premios que van
surgiendo por estos años. El triunfo de Laforet se configura, por tanto, como
baluarte de autoestima y confianza para las mujeres que deseaban ser escritoras y
el Premio Nadal, en particular, era el título que lo así lo acreditaba.
Sin embargo, la entrada de la mujer en el campo literario no era posible sin
las pertinentes luchas internas que alteran el orden establecido, términos en los
que se expresan los propios medios de comunicación para referirse a tal fenómeno.
Los críticos y periodistas se hacen eco de este rápido e inusual ascenso de la mujer
en el parnaso literario, a través de artículos, a veces no exentos de cierta ironía,
sarcasmo y burla, quizás la mejor prueba de la repercusión que alcanza.
Sin embargo, a pesar de la proliferación de escritoras que aparecen por estos
años y a la aparente profesionalización de la mujer en el ámbito de las letras, la
imagen que se difunde y publicita —incluso por parte de las propias autoras—
desde los medios de comunicación es la de escritora-ángel del hogar, lo cual no
debe extrañarnos si recordamos el carácter y los principios de la educación
nacional-católica para con la mujer, según la cual su primera y principal función
consistía en ser buena hija, esposa y madre.
Como veremos, la mujer escritora asciende velozmente por la escalera de los
premios al mundo editorial durante la década del 50 que constituye el primer
escalón conquistado por las escritoras que, gracias al pedestal que les ofrecen los
premios literarios, a la publicidad y a la repercusión mediática que conllevan, son
vistas, leídas y vendidas. A partir de ese momento se vuelven visibles a los lectores
y a la industria editorial, adquiriendo, de este modo, existencia en el campo cultural
y literario.