El libro electrónico no es una mera copia, sino una nueva forma de explotación inmaterial, sin necesidad de ejemplares, por medio de transmisiones en línea a la carta e individualizadas a través de redes telemáticas. Es una reproducción en lenguaje binario, pero por encima de todo, gracias a la potencia de ese lenguaje digital, deja de ser un objeto inerte para convertirse en un elemento interactivo.
No existe el más mínimo esfuerzo de adaptación de los nuevos contratos a los grandes problemas planteados en el contrato de edición y que son soslayados en la explotación digital.
La traducción no escapa a esta tendencia, por el contrario, añade factores específicos. Ciertamente, se ha avanzado mucho en el reconocimiento del traductor como autor, pero muchas veces no va más allá de un reconocimiento formal. La traducción es la transformación de una obra preexistente –la obra originaria– que da lugar a una obra nueva –la obra derivada– que, a su vez, tiene todas las propiedades de una obra literaria y el traductor, en cuanto creador de esa obra nueva, es autor pleno a todos los efectos de la ley.
Es el caso de las obras originarias que caen en dominio público, que implican la extinción de los derechos del autor sobre esa obra originaria, pero que no afectan en absoluto a la obra traducida que tiene que atenerse a los derechos del autor de la traducción, que conserva íntegros sus derechos. Así lo reconocen los tratados internacionales, nuestra Ley de Propiedad Intelectual y nuestros tribunales. Además, con el máximo rango de protección como es la tutela incluso penal frente al plagio.
En suma, frente el enorme desafío que plantea el vertiginoso desarrollo impuesto por las tecnologías digitales, la respuesta sigue siendo la capacidad que tengan todos los sectores involucrados, especialmente los editores, pero también los autores y traductores, de comprender esta nueva realidad y vencer las inercias y estereotipos que conducen a replicar enfoques propios del mundo analógico, es decir, del libro de papel.