La infección por el virus de la hepatitis C (VHC) es la principal causa de hepatitis crónica (HC), hasta en el 30 % de los casos se desarrollará cirrosis y en un 2 % carcinoma hepatocelular (CHC) (Gower et al, 2014). Pese a que el curso parece a menudo indolente, y a que en realidad sólo una parte pequeña de los infectados presentará las complicaciones finales de la enfermedad, en los países desarrollados es la primera causa de muerte por insuficiencia hepática y hepatocarcinoma. Además, también es el principal motivo de inclusión en lista de trasplante hepático.
Se estima que un 3% de la población mundial esta infectada por el virus de la hepatitis C (WHO). La infección crónica por el VHC supone en la actualidad, dada su elevada prevalencia, un problema de salud pública a nivel mundial.
El objetivo fundamental del tratamiento antiviral es conseguir la eliminación del virus. La eliminación del virus se define como ARN indetectable mediante métodos altamente sensibles (límite de detección menor de 15 UI/mL o < 65copias/mL), considerando la respuesta viral sostenida (RVS) si esta situación permanece tras la semana 12 postratamiento (Fried et al,2002). Hasta hace poco, el tratamiento de la hepatitis C se basaba en el uso de interferón y ribavirina que exigía inyecciones semanales durante 48 semanas y curaba aproximadamente a la mitad de los pacientes, pero provocaba reacciones adversas frecuentes y mala adherencia al tratamiento (Fried et al,2002), (Manns et al,2001).
En 2011 se aprobaron los primeros agentes antivirales de acción directa (AAD), como boceprevir y telaprevir, destinados al tratamiento del genotipo 1 que combinados con las terapias habituales, aumentaron considerablemente las tasas de respuesta viral sostenida (RVS), pero no sin riesgos de toxicidad e interacciones que en casos de enfermedad avanzada aumentan la posibilidad de descompensaciones e incluso la muerte (Jacobsen et al, 2011), (Poordad et al), (Hézode et al, 2014).