Vivimos sumidos en complejos entramados de convicciones preconscientes –llámeseles superestructura, ideología, cultura…- cuya función principal es hacernos conformes al status quo. En tanto que preconscientes, estas convicciones irracionales forman parte ineludible e imperceptible de nosotros mismos por más que ya lo dijera Benjamin: “No hay un documento de cultura que no lo sea a la vez de barbarie”. Fundamentales para estructurar la convivencia social, este género de convicciones ha existido desde siempre, si bien su alcance actual es cada vez, y a la vez, más amplio y más preciso. Las formas de preservación y reproducción de estas “verdades” han evolucionado en paralelo a la sociedad, hasta alcanzar un nivel de sofisticación apabullante.
Si en las sociedades autoritarias históricas su sostenimiento se basaba en la represión y el ejercicio monopolístico de diversas formas de violencia, la evolución hacia las primeras sociedades democráticas –y capitalistas- precisó de medidas más sutiles. La reversión, o la capacidad del capitalismo de volver en su favor aquello que se le opone, le ha permitido, no sólo sobrevivir a sus opuestos –a los que ya no se podía simplemente aniquilar- sino incorporarlos a su propio progreso y crecimiento, depurándolos a su vez de su carga de negatividad. “Toda crítica racional del capitalismo, lo refuerza”, dirá Carrera, comentando a Cacciari, toda oposición redunda en su crecimiento y abre para él un nuevo ámbito que conquistar. Finalmente, el imparable desarrollo de un capitalismo convertido en “forma de vida total” (Harvey), hacia su expansión sobre todas las manifestaciones de la vida ha ido relegando a la reversión a la irrelevancia, toda vez que la existencia de un contrario, un posible exterior al propio capital, se torna más y más improbable.