Durante la Edad Moderna, el corregimiento constituye el eje de la maquinaria administrativa territorial de la monarquía y su más firme apoyo en las ciudades. A partir de su incorporación a la corona castellana en 1487, en la capital malagueña se procede a implantar dicha institución, cuya dirección recae en un funcionario de designación exclusivamente real: el corregidor, máxima autoridad de la urbe en su calidad de delegado y representante regio. El amplio abanico de sus atribuciones abarcaba desde la dirección de los asuntos de guerra, la impartición de justicia en primera instancia hasta una casi total competencia en materias fiscales, políticas y administrativas.
La concentración en un solo individuo de tan extensos poderes requería el nombramiento de personas aptas y capaces que, además, ostentasen la imprescindible condición nobiliaria. Su eficacia en el desempeño de tales responsabilidades sustentaba la finalidad de la propia institución: la defensa de los intereses reales y el gobierno de la vida local. En el caso de Málaga, la relevancia estratégica y política de la plaza conminó a priorizar en la elección de sus corregidores la formación y capacidad militares frente a las jurídicas.
A través de estas páginas pretendemos analizar la procedencia social de estos magistrados y sus lazos con el entorno cortesano, así como plantear las circunstancias y avatares más significativos de sus mandatos.