La calidad educativa constituye uno de los temas medulares que guían gran parte de las acciones que se emprenden en el ámbito educativo, aunque vemos cómo contraria y sigilosamente se está contribuyendo al desmantelamiento y desprestigio de la educación pública. Desprestigio que se reconoce y atribuye en los procesos de formación docente a que tradicionalmente se encuentran desvinculados de las necesidades y la realidad educativa del aula (Veenman, 1984). Además, se identifica que las constantes reformas curriculares y los esfuerzos oficiales por contribuir a la profesionalización, hasta ahora no han tenido impacto genuino en la mejora y transformación del quehacer docente.
Se advierte que la tradición pedagógica y las prácticas educativas heredadas pesan más que los saberes adquiridos formalmente, lo que considero se debe a que no se reconoce que parte de los saberes que el docente moviliza en la intervención educativa cotidiana proceden de su experiencia vivida (Tardif, 2004). Este tipo de saberes docentes, parecen no pertenecer a ninguna disciplina, no se dejan captar, ni comunicar como conocimientos proposicionales, son personales, contextuales, etc.; de ahí la dificultad de incorporarlos en un programa formativo (Contreras Domingo, 2010). Pérez Gómez (2010) los entiende como conocimiento práctico (CP), conjunto de creencias, habilidades, actitudes, valores y emociones que el sujeto adquiere a lo largo de su vida y moviliza inconscientemente al enfrentarse a situaciones problemáticas; y que no necesariamente es el pertinente en determinado contexto y momento histórico.
Se reconoce que frecuentemente los planes de estudio de las instituciones formadoras –Universidades o Escuelas Normales- se desvinculan cada vez más de la realidad del trabajo docente y resultan poco provechosos para el profesorado a la hora de enfrentarse a las problemáticas cotidianas.