Cada época sugiere nombres o metáforas para ser contada, modos orales, escritos y leídos que versan sobre las alegrías o los latigazos en la espalda donde se tallan los padecimientos y las bienaventuranzas individuales; formas puntuales de conversación, de comunicación y de pensamiento; y también figuras extremas de silenciamiento, de presidios, de liberación y de rebelión, de diferencia o de indiferencia. En cada época hay, como escribió Herta Müller, personas que permanecen o resultan intactas, dañadas y rotas; individuos anónimos o cuerpos expuestos a las redenciones, las masacres o las salvaguardas; modos peculiares, plurales o aislados de vociferar o de callarse, de congregarse o de aislarse, de hacer humor, de hacer amor, de perdurar, de pasear, de envejecer y morir, de decirse y desdecirse. La cuestión está en saber si existe la capacidad –o la virtud, o la creencia– de encontrar un sentido al mundo y a la existencia, si podemos o no abandonarnos y ahondarnos en él, o si la incapacidad está definida y determinada por su propio sinsentido, más allá de definir con cierta pobreza el estatuto etario de una época. Si vivir supone saber qué es la vida presente y qué hacer con ella, si habitar un mundo es saber qué es el mundo actual y qué hacer con él, resta saber si es posible alimentarnos de los resabios de otros tiempos, alejarnos de las fronteras estrechas que se nos consignan. Narramos nuestros tiempos –los que nos toca vivir–, en los límites mismos de su lenguaje, lo que nos hace ser, estar, hacer y decir en una condición paradojal sin fin: la palabra como un signo que representa el confín de su propia potencia e impotencia, de su sequedad y su ambigüedad.