Lo que por excelencia se opone a la libertad, incluso más que la coerción física, es el miedo a las consecuencias dolorosas de las acciones de otros seres humanos. El potencial para la interferencia del miedo es enorme, en consonancia con su capacidad para infiltrarse y contagiarse favorecido por la imaginación, las multitudes y la incertidumbre, como advirtiera Hobbes. De ahí que el despliegue del individualismo en el ámbito político haya venido asociado a una preocupación por gestionar el miedo que suscita la inclinación humana a competir por los bienes, el poder y la gloria. Inclinación tan generalizada como las facultades que permiten (por la astucia, si no por la fuerza) ganar esa competición incluso causando la muerte a otros, según constató Thomas Hobbes. En cuanto las democracias liberales han conseguido erradicar el miedo a la arbitrariedad y, sobre todo, de la crueldad, la valentía como virtud pública ha llegado a considerarse algo excepcional entre nosotros: relacionada con el heroísmo humanitario y solo con la defensa de la libertad en lo que toca a amenazas externas al sistema político como el terrorismo. Sin embargo, el lugar de la valentía como virtud pública no es desdeñable, pues esta virtud se requiere también para la denuncia de amenazas internas del orden liberal, en cuanto comporta riesgos para los denunciantes, y para desafiar prácticas convencionales. El liberalismo no puede prosperar sin ciudadanos que deliberen sobre sus propias metas y valores y para ello, además de protección jurídica de la libertad, es preciso “variedad de situaciones”, como hiciera notar John Stuart Mill. Las tres dimensiones del poder que distingue Lukes (1985) nos permiten advertir que el triunfo del convencionalismo puede convertir la libertad efectiva en algo irrelevante. Esta ponencia examina a fondo esta cuestión, y propone una manera de concebir la valentía que esté en consonancia con los resortes psicológicos y sociológicos del miedo.