El patrimonio tangible e intangible de un colectivo conforma su identidad. Por tanto, la puesta en valor, especialmente de aquellos rasgos diferenciadores, en los que una determinado grupo social se reconoce a sí mismo, es el modo de abrir las puertas para que éstos sean considerados como bienes por el conjunto de la sociedad y, de este modo, revitalizar económicamente su entorno.
Es más, la toma de conciencia de la riqueza natural y/o cultural que conforma el imaginario colectivo de los habitantes de un territorio, ayuda a que creen vínculos más estrechos con éste, contribuyendo así a su deseo de permanencia en él. Y no sólo eso, sino que ayuda a transmitir valores y saberes del pasado, para comprender mejor quienes son y poder evolucionar apoyándose en ellos.
Por ello, cualquier actividad económica, fruto del desarrollo social, requiere la aplicación de una gestión sostenible para el uso eficiente de los recursos propios, de los cuales tanto el paisaje como el territorio forman parte y sirven de indicadores del estado del patrimonio natural.
Para ello es necesario tener una visión territorial que reconozca y ponga en valor el interés de los ecosistemas y comunidades locales, de manera que se creen sinergias para el desarrollo racional y se aprovechen los recursos endógenos propios. Atendiendo a estas premisas, hay que tener en cuenta que los sistemas humanos y ecológicos, cuanto más diversificados estén cuando tienden a tener una mayor estabilidad y a adaptarse con mayor facilidad a las fluctuaciones externas.
Las premisas descritas y objetivos anteriores, conformaron una de las líneas fundamentales de estudio y trabajo, sobre las que se basaron parte de las prácticas realizadas por los alumnos de Urbanismo III durante el curso 2016-2017, en el entorno a la desembocadura del río Vélez, en concreto, en el ámbito de Almayate, sobre la que versa esta ponencia.