En los jardines de un complejo de apartamentos turísticos situado en un pueblo de tamaño medio de la costa sur de España, hay un mirlo local (Turdus merula) que canta una serie de temas, variados pero reconocibles. Algunos los comparte con otros mirlos cercanos, otros son individuales. Adicionalmente, este mirlo se distingue y diferencia porque imita, y se podría decir también que archiva, los sonidos de otras especies de ave, e incluso otros sonidos de origen humano que ha escuchado, recopilado y aprendido en el entorno. Por ejemplo, integrado en algunas de las frases que entona, este mirlo repite y evoca un fragmento de la llamada de un gallo. Porque, aunque canta cerca de un paseo marítimo, tierra adentro el área continúa siendo rural. Asimismo, el mirlo nos lo recuerda la carretera cercana imitando el chirrido de los frenos de los coches en la rotonda adyacente. En su canto, el mirlo combina este pasado-presente maquinista, de motores y metales, con un presente-futuro más digital y supuestamente lúdico, del que se hace eco en la forma de otras tantas mímesis de pitidos de aparatos o juguetes, o de alarmas electrónicas, así como de lo que parece el tono de llamada de un teléfono móvil. A su vez, entre las voces de otros pájaros que toma prestadas, se mezclan las de especies invasoras, como las cotorras argentinas, síntoma de la degradación del entorno, junto con las de otras efímeramente presentes, y después mayoritariamente ausentes. Como la de un ruiseñor de paso que cantó una vez desde los jardines, y después los abandonó, probablemente por no considerar la zona apropiada para establecerse, entre los ruidos, bullicios y contaminaciones humanas. Y sin embargo, el mirlo continúa evocando su ausencia de forma repetida, y configurando con sus cantos e imitaciones un retrato sonoro del entorno que le rodea: rural y urbano, con cierta biodiversidad pero también degradado, y en declive.