Si bien la práctica de la Educación Social, como disciplina, supone una poderosa herramienta, en sí misma, para brindar estrategias de conexión de las personas con el mundo social que habitan, en las sociedades hiperconectadas el uso de acciones que permitan a la ciudadanía trazar mapas mentales de la semiosfera en la que están inmersos y poder tomar decisiones que fomenten formas de sociabilidad y convivencia que propicien la justicia social parece imprescindible. La multiplicación de canales de información, la capacidad de producción de mensajes y el modo en que éstos circulan y son asimilados dificulta un proceso de discriminación reflexiva a la hora de interactuar con el mundo. Uno de los riesgos asociados a este fenómeno es la llamada época de la posverdad, efecto de los ecosistemas de desinformación en los que existimos. Frente al reto de una práctica educativo-social que promueva la comprensión de la realidad, la pregunta que surge es: ¿desde qué fundamentos epistemológicos parten quienes desarrollan la práctica profesional? La Educación Social, así como sus profesionales, deben partir de una serie de fundamentos científicos que ofrezcan la posibilidad de que la disciplina pueda seguir ofreciendo estrategias de conexión de la persona con su realidad social, a través de herramientas pedagógicas, atendiendo a la complejidad que emana de las dinámicas propias de las sociedades hiperconectadas. Frente a las diversas narrativas que viralizan posiciones contrarias a los derechos fundamentales, y que aumentan de manera exponencial y son alentadas por nuevos movimientos de tipo neoconservador, la necesidad acuciante de una práctica educativo-social que no reproduzca lógicas basadas en la arbitrariedad, la ocurrencia o el dogma impuesto por la herencia histórica de la profesión, sino que parta de un fundamento científico-racional, parece la única forma posible de hacer Educación Social.