Cada Estado está ligado a imágenes, objetos y construcciones. Además de constituir elementos clave del patrimonio, poseen un alto valor simbólico y una sugestiva capacidad para transmitir valores cívicos, morales, históricos o religiosos, entre otros destacados. Es precisamente esta última vía la que fascina al ser humano, interpretando la pulsión icónica de esos elementos atemporales en un sentido figurativo y subjetivo ligado a su cultura comunitaria, a su identidad particular y cuestiones afectivas, sensitivas y sensoriales. No en vano, ese amplio catálogo de escenarios constituye per se hitos particulares que expresan la diversidad cultural de lo propio frente a la mundialización y globalización de otros elementos igualmente llamativos pero menos ‘atractivos’ por su novedad. Son, por lo tanto, un constructo social aceptado a nivel comunitario y, además, un factor de resistencia frente a cualquier tipo de uniformidad, garantizando la supervivencia de la memoria común de amplios sectores de la población autóctona.
Durante la pandemia provocada por el Covid-19 y a lo largo de la geografía mundial, mandatarios mundiales de todo signo han comparecido públicamente en escenarios reconocibles del amplio catálogo patrimonial nacional o, a su vez, han participado de ceremonias colectivas de reconocimiento a las víctimas, así como de apoyo a los sectores sanitarios. Se ha concretado así una imagen de unidad en torno a los valores tradicionales de responsabilidad social, defensa de los intereses colectivos y confianza en el progreso científico. La proyección de una imagen de estado a través de las cuentas oficiales en redes sociales ha quedado así refrendada de manera contundente gracias a esos ‘usos’ interpelados, junto al discurso propiamente dicho, como ‘antídoto certero’ frente al virus.