Nos desarrollamos en sociedades globales que hacen extensivo a toda la población, todos los aspectos de la vida, menos la equidad y la redistribución de bienes, que quedan reservadas para cierta parte de la población. El actual desarrollo social, individualista e insolidario, asentado en una estructura capitalista y neoliberal en la que el relativismo moral, exento de reflexión ética, hace que se constituya subyugada a los poderes económicos, donde legitimamos las injusticias y desigualdades impunemente (Martín-Solbes y Vila, 2007), todo ello debido al desgaste de los modelos sociales precedentes que han originado unos procesos de despolitización que conllevan un “todo vale”, en el que las ideologías son sometidas a desprestigios, dejando al margen a la ética mínima para el desarrollo humano, como preocupación y compromiso social (McLaren y Farahmandpur, 2006) y donde el denominado pensamiento único se traduce a criterios de productividad, eficacia y rentabilidad, alejados de los postulados democráticos que plantean la equidad y la redistribución. Así, parece cada vez más evidente que los postulados capitalistas, usando instrumentos de representatividad democrática (y también algunos planteamientos dictatoriales), se impone con la idea de libertad como elemento central. En este escenario, la globalización, el neoliberalismo y la denominada democracia formal y representativa crecen y se desarrollan en proximidad, sustentadas en principios no escritos, como son, la liberalización de los mercados desregulando el control sobre la economía de los países, privatizar todo lo que sea privatizable, despolitizar la vida social, reducir la capacidad de intervención social de los Estados y asumir, a nivel individual, que lo importante es ganar y eso implica ser siempre el mejor (Valderrama y Martín-Solbes, 2011).