Durante décadas, la víctima ha sido considerada un gran estorbo para parte de la doctrina, también para numerosos abogados, juezas y fiscales. Esta es la única explicación lógica que la mente puede ofrecernos ante determinados comportamientos y actitudes que exceden al ejercicio del derecho de defensa, la anécdota o la falta de empatía. Algunos ojos la ven aún como una fastidiosa piedra en el largo y arduo camino del proceso penal: para ellos es un ser inerte pero con una indiscutible motivación económica y un claro ánimo de venganza. La constancia y solidez de ciertas voces (provenientes tanto del ámbito jurídico como de otras disciplinas relacionadas con la víctima y el victimario), la valentía y lucha de algunos corazones (víctimas, sus familias y amistades), y el impulso (o empujón) de la Unión Europea parecen haber dibujado un escenario procesal algo más amable para el sujeto pasivo de la infracción penal. Destacamos el Estatuto de la Víctima del Delito, que consagra sus derechos básicos, cauces de participación y medidas de protección – con especial tratamiento a menores y personas con discapacidad-. Del mismo modo, dicho texto legal dispone alternativas al proceso penal (servicios de justicia restaurativa) que pueden acercar a la víctima a una reparación integral (más allá de la civil) y evitar o minimizar su victimización. Entre tales alternativas, la mediación penal se presenta como una herramienta útil para devolver a la víctima el protagonismo que perdió mucho antes de que igualmente lo perdiera el victimario (él también lo recuperará a través de la mediación penal), brindándole un camino menos tortuoso hacia la genuina reparación.