En el punto donde lo crudo y lo asado se oponen, la sardina ensartada gravita apenas sostenida. A una distancia prudencial, el fuego del olivo sagrado. Entre ambos, una cámara de aire constante: la brisa local, que reverbera a su paso y refleja la llama, que sube también por la chimenea de la caña hasta acabar de asar la sardina a la flama, con tantísima exquisitez que, ante nuestro sencillo espeto, se rinden las mejores cocinas y cocineros.