Las políticas de austeridad fiscal aplicadas en la eurozona a partir de 2010 frente a la Gran Recesión fracasaron desde la óptica del empleo, del bienestar y de la cohesión social, al asentar un patrón de crecimiento lento e inestable. Pero lograron salvaguardar el bienestar de la clase dominante, al facilitar la concentración de la riqueza en esa élite.
Pese a las numerosas manifestaciones de rechazo popular frente a esas políticas -calificadas como austericidio-, desde el Movimiento 15-M hasta el de Occupy Wall Street en el corazón financiero de Nueva York, los gobiernos europeos decidieron mantenerla.
La inicial crisis financiera se asentó en una ingente deuda privada, en la espiral especulativa debida a la desregulación de la banca de inversión en EE.UU., y en la ambición de alcanzar rápidas ganancias. La mutua desconfianza de los bancos privados en los mercados interbancarios agravó el problema de liquidez, hasta transformarlo en uno de insolvencia para numerosas entidades. Siendo unos amplios programas de rescate público del sector financiero la respuesta de los gobiernos, penalizando así a los contribuyentes porque, dada la limitación de los recursos presupuestarios, la asignación destinada a tal fin se hizo a costa del recorte en el gasto social.
La banca privada no otorgó crédito a empresas y familias a pesar de la ayuda, lo que facilitó la posterior crisis económica, alimentada por las políticas fiscales restrictivas que evitaron un crecimiento intensivo en empleo. Los resultados fueron un paro masivo que castigó más a los jóvenes, prolongando el período de desempleo; lo que, unido a la devaluación salarial, llevó a muchos trabajadores a la pobreza. Ello fundamentó el empobrecimiento visto en España y otros países de la eurozona tras la Gran Recesión, al ampliarse el tamaño de las clases populares. Pero las élites económicas continuaron con su ardua labor de seguir acumulando riqueza, ampliando así la brecha de desigualdad distributiva.