Es sabido que, desde la infancia, las personas nos movemos por estímulos que despiertan nuestra curiosidad. Para mí, la lectura nunca figuró entre ellos. Y no: los libros no son superiores a las películas, ni desencadenan mi imaginación. Cuando leo, inevitablemente acabo conectando con otros estímulos tras observar durante cinco minutos la misma sopa de letras. El desafío radica en lograr que un estudiante de posgrado se involucre con la lectura de manera significativa y disfrute del mundo que los libros pueden ofrecer. Eso sí: desmitificando creencias hacia la pasión por los textos.
Mi delirio por los vampiros musculados me llevó a ser investigadora… Durante mi infancia mis padres se empeñaron en que cada viernes sacase dos ejemplares de la biblioteca. Disfruté de sagas como Gerónimo Stilton o Kika Superbruja, pero no fue importante hasta que empecé una relación tóxica con Crepúsculo. Esto, para una preadolescente fue un gancho a la narrativa. Y, aunque mis amigas disfrutasen más del hombre lobo en la gran pantalla, yo era una vampira literaria. Sigo leyendo, aunque ahora busco el apetecible cuello de los artículos científicos. Pero durante mi tiempo libre, mis orejas se vuelven peludas, mi nariz, alargada, y mis ojos buscan lo audiovisual. Ambas criaturas conviven en mí… soy un monstruo narrativo.
Como profesora de Educación Artística en el área de Didáctica de la Expresión Plástica, sé que, además de los saberes preconceptuales propios del arte, las estrategias narrativas ocupan un lugar esencial en el desarrollo humano. Por ello, la lectura habita en mis asignaturas, no desde la obligación, sino desde el goce que puede proporcionar un libro impreso o un artículo en línea. Y, siendo consciente de las dificultades para conectar con ese disfrute de una parte de mi alumnado, no dejo de desarrollar estrategias que les permitan saborear dicho placer.