Como ocurriera en el resto de España, el mundo moderno se debatía aquí entre dos tendencias: tradición versus modernidad. De la primera dan fe tanto el poder de la iglesia, como la preeminencia de la nobleza y la continuidad del absolutismo; de la segunda los intentos de liberalización económica por parte de los ilustrados. De su éxito parcial se significan las mejoras en ciudades y pueblos, como se hace bien patente en Ronda, y, puntualmente, en algunas localidades serranas. La Guerra de la Independencia interrumpió esta dinámica, si bien propició la eclosión de las Cortes de Cádiz, una incruenta revolución burguesa que no pudo triunfar, por razones bien conocidas. De esa guerra y de la inestabilidad política subsecuente, el fenómeno del contrabando con Gibraltar, padre del bandolerismo en nuestra tierra, como intuyeron Dozy y Pitt Rivers, anquilosada en su aislamiento, tradiciones e ignorancia. Sobre ese caldo de cultivo se extendió la idea de un mundo semisalvaje e irredento, una última frontera, tan demandados por esa literatura romántica que los viajeros difundieran. Esa inestabilidad política se adueña de casi todo nuestro siglo xix, agravada por los conflictos carlistas. Entre ellos, las reformas liberales consiguieron poco: ni las desamortizaciones trajeron cambios al mundo agrario, ni las nuevas políticas paliaron los desequilibrios territoriales. Para cuando se resuelven los conflictos civiles y dinásticos, la Revolución Industrial llega tarde y mal, quedando el mundo rural alejado de estas dinámicas, con las técnicas y rendimientos estancados, en una situación de caciquismo, atraso, analfabetismo y miseria, agravados cruelmente en las regiones latifundistas. Tal es el caso de nuestra tierra que, salvo la llegada del ferrocarril en plena Restauración, no contempla sino una incipiente apertura de Ronda al progreso, aunque no en los pueblos y campos de la comarca.