Es en el aspecto protocolario (el conjunto de reglas, acciones y procedimientos seguidos para la puesta en práctica de algo), donde va a radicar la clave de nuestro trabajo en los años venideros. Más que nunca los arquitectos deben inventarse los encargos, detectar ocasiones en las que la arquitectura (el pensamiento de un arquitecto), pueda resultar una aportación que solo la arquitectura pueda inventar, y buscar el camino para implementar esas intuiciones. Todo ello alejado de la tranquilidad que daba la “obra pública” pero también de seguridades laborales, contratos, encaje ortodoxo del arquitecto en el engranaje productivo (ya no encaja) o inevitabilidad de su trabajo. El arquitecto, en efecto, ya no es (casi) necesario, pero el pensamiento arquitectónico, que es un tipo de razonamiento que me atrevería a definir como único, producto de la formación híbrida de la que aún disfrutamos, puede aportar resultados, como decía Cedric Price “hasta ahora inimaginables”. En estos momentos inciertos, la única forma de dar salida a estas intuiciones, aparentemente innecesarias pero latentes, es sacarlas al ruedo a la mínima ocasión. Inventarse los encargos y sus proyectos; (cuanto más objetuales, mejor); ponerlos en circulación; activar alrededor de ellos un deseo empático que los convierta en “necesarios” y, por supuesto, construirlos.