En los inicios de Estados Unidos como nación, su estructura económica tenía en la mano de obra esclava y su comercio una de sus bases económicas esenciales. Por ello, no resulta extraño que, al igual que sucede con los principios fundamentales de su constitución (federalismo, bicameralismo, ejecutivo unificado), el esclavismo también fuese uno de los temas destacados en la convención reunida en Filadelfia en 1787 para redactar la carta magna del nuevo estado. En las sesiones de debate, los defensores de este modelo económico consideraron cualquier crítica como una deslealtad a las aspiraciones de los padres fundadores, un ataque al experimento americano destinado a reducir su capacidad económica. Y si la recuperación del mundo antiguo fue esencial en el diseño político de la nueva república, los defensores del esclavismo también acudieron al pasado clásico en busca de un aval ideológico e impulsaron una hermenéutica propia de la esclavitud en Grecia y Roma, recuperada como antecedente para justificar el uso de esclavos y necesaria para mantener el ordenamiento social. Se recordaba asimismo la ausencia en el mundo antiguo de un movimiento abolicionista para contestar al que surge en el período antebellum. Pero también, en una práctica muy habitual en el período constituyente, el mundo clásico sirvió como un instrumento útil para evitar los errores del pasado, pues advertía de los peligros del sistema esclavista, una institución que, aun necesaria, constituía en sí misma la semilla de la destrucción de cualquier modelo político que la desarrollara. Y así, desde actitudes hermenéuticas un tanto forzadas, se presentan, como prueba de esta amenaza contra el estado, las revueltas de esclavos y otras formas de desorden civil, recuperadas del mundo antiguo también por aquellos que critican el esclavismo y el amparo legal que la constitución otorga implícitamente a los propietarios.